Si hay algo que no deja de maravillarme acerca de la forma en que Dios nos ama es su libertad; no nos obliga a amarlo, y a la vez nos ama inmensamente. Dios se corre el riesgo que lo rechacemos, que lo neguemos, que lo saquemos por completo de nuestras vidas, y aun cuando lo ofendemos y nos alejamos de Él, siempre está dispuesto a recibirnos con brazos abiertos.
A todos nos ha pasado alguna vez; usamos esa libertad que Dios nos ha regalado para hacer, literalmente, lo que nos da la gana. Vamos por el mundo buscando otras cosas, otros ‘dioses’… cosas, personas y experiencias que no nos dan vida, que no nos llenan, pero nos entretienen.
Muchas veces escucho a la gente decir ‘’Dios, no me abandones’’, pero me pregunto si esa es la forma correcta de orar. Dios, ciertamente, no nos abandona. Nosotros lo abandonamos a Él. Usamos la libertad que Él mismo nos ha dado para rechazarlo, para negarlo, para separarnos de Él. Y cuando caemos en el abismo, nos volteamos a su rostro preguntándole por qué nos ha abandonado.
Por eso le pido a Dios que me permita amarlo, que no deje que YO lo abandone, sabiendo que Él nunca lo hace. Es un trabajo de cada día: pedirle a Dios MI amor, pedirle mi fidelidad, la fuerza para hacer su voluntad amándola y amándome a mi en ella. Porque el amor se le pide a quien es amor, ¡por eso hay que ir a la fuente!
También hay que introducirse en el lugar donde se gestó el amor: en el vientre de María, lleno del Espíritu Santo, donde podemos recibir todas las gracias que Dios quiere regalarnos. Ella siempre nos lleva a su hijo pidiéndonos que hagamos lo que Él nos dice.
Puedo dar fe de la amorosa respuesta de Dios cuando le pido que me deje amarlo. Mi corazón se enciende y mi fe aumenta. Pero mi libertad me hace débil y cualquier tontería me distrae si no estoy atenta. Ahí es cuando tengo que pedir con mayor fuerza: ¡Señor, no dejes que te abandone! ¡María, introdúceme en tu vientre!
¿Lo pedimos juntos?